Otro relato de terror

Joseph K. intentó acomodarse en su asiento y pensar; calmarse un poco y buscar una solución. Se encontraba realmente en la mierda hasta el cogote pero sin vino, ni hidropesía, ni nadie quien le acompañase o echase una mano. Sólo le quedaba esperar.
Incrédulo ante su torpeza, comenzó a repasar lo ocurrido, en busca del fallo. Sin éxito. K. pensaba que lo tenía todo fríamente calculado para que, cuando esta situación se presentase, no le tomara por sorpresa y pudiera arreglárselas sin más molestia que un disgusto ocasional. Todo el asunto apestaba a traición. Algún corrupto había obrado en contra de él. ¿Acaso venganza? ¿Tal vez por mero Schadenfreude? ¿O había sido sin querer? Un torbellino de paranoias borbotaba en su cabeza. El asunto con los guardianes no le pareció razón suficiente, además de que unos hombres tan poco capaces no recurrirían a métodos tan rebuscados de clamar venganza. Y los funcionarios desde luego tenían maneras mucho más sutiles, y sin duda no se ensuciarían las manos. K. había ofendido al abogado, ciertamente, pero seguían manteniendo una relación amistosa, y esto se pasaba de la raya en caso de que fuera una forma de devolverle la jugada. La sensación de impotencia siempre le había resultado repugnante, pero esta vez el malestar le llegaba a lo más profundo de sus entrañas. Su estómago gruñía y redoblaba, y sintió cómo sus intestinos se agitaban al compás. Contempló durante unos minutos la manifestación que habían convocado sus tripas hasta que los alborotadores parecieron tranquilizarse, lo que acabó por relajarlo un poco a sí mismo.
Pasado un rato, decidió centrarse en cómo resolver su agravio, ya que comprendía muy bien, como hombre de negocios que era, que rezongar no iba a sacarle de ningún aprieto. Por mucho que le doliera, le había tocado a él, pero estas cosas pasan, y debía superarlo. Más adelante podría encargarse de hacer justicia y buscar a los responsables. Lo primero era pedir auxilio, así que gritó en busca de ayuda, pero sus palabras retumbaron en las paredes del cuarto sin que se oyera a nadie responder ni acercarse.
Respiró hondo y percibió el espantoso aroma de su desgracia, que lo despertó de su ensoñación. No había lugar para la esperanza en una solución sencilla. La vida no se había ahorrado ocasiones de enseñarle que es preciso luchar uno mismo por lo que se quiere. Dispuesto a todo, echó una mirada a su alrededor, en busca de algún instrumento a su alcance. Instrumento que desde luego no encontró. La única imagen que le llegaba era la de su reflejo en las inmaculadas paredes. Resignado ante lo patético de su retrato, cerró los ojos para aguantar las primeras lágrimas, y se acurrucó como pudo.
Un rato más tarde se reincorporó. No había sido una pesadilla. Seguía allí, en aquel brete, sólo que ahora incluso había perdido la noción del tiempo a causa de su inoportuna siestecita. La percepción espacial también le estaba jugando malas pasadas. Como apenas podía moverse se le habían entumecido las piernas y tenía que maniobrar con los brazos. Lo que antes le hubiera parecido cercano y sencillo se había convertido en inalcanzable. Las paredes y los muebles se alejaban cada vez que estiraba su mano, y burlescamente volvían a su sitio como si nada hubiera ocurrido cuando desistía. Finalmente, tragándose su orgullo, aceptó su derrota, y, recordando aquella película de terror y gore, decidió sacrificar su mano en pago por su libertad.
Años después, cuando el hombre ya era un anciano en su lecho de muerte, relató el incidente a su amada. Le describió cómo aquel día en que todo el mundo pensaba que había sido secuestrado, le ocurrió en realidad la peor y más terrible obra diabólica jamás sucedida. En un último suspiro y ahogando una arcada pronunció las palabras más humillantes y hediondas que tuvo que utilizar en vida. «No había papel higiénico».