¿Ente o excedente?

Testimonio autobiográfico

Así de incierto soy, y mi existencia es tan dudosa, que cual gato-en-caja-cuántica necesito ser observado para corroborar mi condición.
No existir tampoco es un dilema tan grave: uno tiene la oportunidad de conocer al Ratón Pérez y a Alá.
Recuerdo que durante una temporada, con el propósito de verificar mi existencia, me escribí una serie de cartas a mí mismo. Todavía no sé si fue por fallos en el sistema de correo, porque escribí mal la dirección, o por vagancia por mi parte a la hora de contestar, que no me respondí. Tendré que llamarme al teléfono para avisarme que soy analfabeto.
Recuerdo cómo de pequeño solía correr de espaldas alrededor de mí mismo, hasta que un día me alcancé. Me di tal golpe contra mí que ya nunca volví a tener contacto con mi nuca: se ofendió y ya no me dirige la palabra, es como si me diera la espalda.
Con nueve años conocí a mi mejor amigo: un amigo real (del cual yo era un amigo imaginario). Pasábamos las tardes pellizcando cristal y contando chistes (en ésa yo ganaba, porque sé contar muy bien; siempre aprobé matemática). Un día, aquel chico decidió reemplazarme por una pelota. Dijo que era más divertida y menos violenta. Puta pelota de mierda, la remil puta que lo parió y la concha de su hermana…
A los veinte años encontré el amor: miré a mi alrededor, la vi y salí corriendo detrás de ella. Se llamaba Carolina, y resulta que se le cayó su amor del bolso. Hay gente más despistada…
Al final de mi vida, de manera inesperada, me morí. Tenía dieciocho años. No asistió tanta gente a mi funeral y no recibí tantas cartas de felicitación, que si lo hubiera sabido, sí habría celebrado mi funeral. La muerte es un poco rara, uno deja de vivir y de morir, porque una vez muerto ya no se muere.
Quizá se respire cierto pesimismo en mi narración. Soy consciente de ello, y es por eso que no revelo las fotos, sino que me quedo con los negativos: así parezco más optimista.